Una promesa de Navidad nunca se rompe. Dicho enunciado acaparó mis pensamientos. Por más que intenté zafarme de él, terminó derrotándome y transformándome en las antípodas de la personalidad de “El Grinch”. Me contagié de la fiebre navideña. Los síntomas: una fuerte dependencia de panetón y de chocolate caliente. Feroz consumismo. Filantropía. Jamás imaginé que dejaría mi dispatía. Debí estar poco alumbrado, todavía me cuesta entender qué fue lo que pasó por mi mente en aquel momento en el que dije: está bien, hermanita, te compraré esa muñeca Barbie. Fue en vísperas a la Nochebuena, mientras caminábamos por la juguetería de un centro comercial.
—¿De verdad? —Me preguntó María.
—Sí, te prometo que te la regalaré —le respondí, sintiéndome orgulloso de mis palabras.
—Una promesa de navidad nunca se rompe —me dijo mi hermanita y me miró con sus ojos grandes y melancólicos. Buscaba comprometerme aún más, lo sé.
—Sepáreme esa Barbie, señor —le ordené al vendedor, señalándole una caja rosada que atrapaba a una muñeca rubia y escuálida—. La llevaré mañana.
—Está bien, joven —me respondió—. ¿Dejará algún adelanto?
—No, mañana mismo la pagaré. Puede ir envolviéndola, porque la llevaré de todas maneras.
Sabía que no le compraría nada, que no cumpliría mi promesa. Sabía que era un fanfarrón. Caminamos de regreso a casa. No sé en qué andaba pensando María, andaba distraída, como siempre. Yo, por mi parte, estaba arrepintiéndome. El egoísmo se apoderaba de mí, y junto con la desidia, conspiraba en contra de mi buena voluntad. Tenía algunas monedas en el bolsillo, pero ya estaban destinadas para otra cosa. Esa noche me emborraché con mis amigos. Gasté todo el dinero. Divagando, algo alcoholizado, reproduje la imagen de un árbol de navidad vacío, sin regalos. Al llegar a casa y desvanecerme en el sillón de la sala, contemplé el arbolito que había armado mi mamá. Tristemente adornado y con la base descubierta, sin cajas envueltas en papeles coloridos, sin lazos a la vista. Era la representación de la pobreza. Lo contemplé con una inundación en mis ojos. Imaginé la pena que invadiría el corazón de mi hermana al llegar la Nochebuena y no encontrar presente alguno para ella. NO PODÍA DEJAR QUE ESO OCURRA. La navidad era de los niños, y mi hermana tenía que tener al menos un regalo para abrir. Si nadie le había comprado algo, yo sí lo haría. Sabía que mi papá andaba sin dinero por los gastos de mi universidad, que mamá había gastado en la ampliación de la casa. El peso recaía sobre mí. Ya no era ningún niño, tenía 18 años y podía trabajar. Pero me consideraba un chico ingenioso. El trabajo no era para mí. Pude haber utilizado mis habilidades para hurtar la muñeca de la juguetería. Pero aquella madrugada decidí abandonarme en la caridad de los católicos. Fue una idea genial. No dormí porque faltaba poco para el amanecer. Salí en busca de algunos accesorios. Conseguí un bastón blanco y unas gafas de lunas negras (no pregunten cómo). Me bañé y me vestí con un polo viejo, con el que solía ir a los conciertos de Punk, también con un pantalón desteñido. Usé ojotas. Busqué la taza de plástico más fea y la puse dentro de mi mochila. Faltaba lo último: la creación del cartel que colgaría sobre mi pecho. Utilicé cartón. Escribí: SOY CIEGO, POR FAVOR COLABORA. ME DA VERGÜENZA. ME QUIERO MORIR. No fallaría, era el mensaje perfecto. Ablandaría el corazón del tipo más duro. No podía lograr mi cometido en alguna parroquia aledaña a mi casa. Sería pillado por algún familiar mío, de seguro. Tenía que irme lejos. Elegí el centro de Lima. Me paré fuera de La Catedral y me recosté en una de sus paredes. Acomodé la taza frente a mis pies. Para hacer más fehaciente mi “ceguera”, me había puesto un algodón en el ojo derecho. La misa había terminado y el murmullo típico de los católicos a la salida de la Iglesia comenzaba. Monedas empezaban a sonar. Bajé la cabeza para observar el motín. Se veía interesante. Empecé a pensar en lo que podría comprar. También, empecé a pensar que era un gran trabajo. Pero corté de un hachazo tales pensamientos estúpidos y recordé las palabras de María: una promesa de navidad… Un joven se paró delante mío y me preguntó mi nombre. Me llamo Juan, le mentí. ¿Eres un ciego de verdad?... Apuesto a que no, ¡atrápame! El sujeto rápidamente se puso a horcajadas y recogió la taza con las monedas. Antes de que yo pudiera reaccionar, emprendió la fuga. Me quité las gafas y el algodón. Cogí mi mochila y empecé a perseguirlo con el bastón en la mano. Corrí como un demente. No se me podía escapar. Me había robado. Lo agarraría a bastonazos. Las personas miraban desconcertadas. Debe haber sido muy gracioso ver a un joven con un cartel en el pecho –que rezaba: ayuda, soy ciego– corriendo y esquivando a las personas con suma lucidez. Saqué fuerzas y aguanté el trajín porque pensaba en María. Aun así, no logré capturarlo. Lo perdí de vista. Miré al cielo y pedí clemencia. Mi plan había fallado. Me subí a un micro y me senté en el último asiento. Un mago hacía su show en la parte delantera. Solamente tenía 2 soles en el bolsillo. Uno era para mi pasaje. El otro se lo terminé entregando a él. Al rato, me di cuenta de que había tomado el carro equivocado. Bajé del bus y en el paradero me encontré con el mago.
—¿Colaboraste? —Me preguntó. Era un tipo menudo, con ropa vieja y rostro travieso. Su mirada transmitía simpatía—.
—Claro que sí. Te di un sol —le respondí—. ¿Dónde aprendiste los trucos?
—En Jirón de la Unión. Es raro que me preguntes eso, la mayoría quiere saber cómo hago la magia—.
—No haces magia, simplemente son trucos… —Le respondí crudamente—. Si hicieses magia de verdad no estarías vestido de esa manera.
—¿Estás molesto? —El gesto en su rostro era de compasión, como si lamentase la frustración que yo sentía—. No puedo usar la magia para mi propio beneficio, es un pacto entre magos. Cambia esa cara, amigo. Anímate, es Navidad.
—No puedo animarme, míranos —le dije— somos pobres, no tenemos un motivo por el que celebrar hoy.
No había sol en Lima. Era verano, pero empezó a garuar tenuemente. El cielo lloraba mi pena. Había clima navideño, la gente iba a prisa. Nadie quería llegar tarde, ni con las manos vacías a la medianoche. Los comerciantes ofertaban sus productos, embellecían todo.
—Claro que sí, celebraremos el nacimiento del niño Jesús —me respondió él.
—Si Jesús existiese, nada de… Olvídalo.
—Cuéntame, podría ayudarte. Te debo una, tú colaboraste conmigo, ¿recuerdas?... Me llamo Danilo —me estrechó su mano.
—No tengo qué regalarle a mi hermanita, le prometí una muñeca Barbie y no tengo dinero para comprársela —le correspondí el saludo y me presenté. Me llamo Francisco, le dije.
—Lo material no es lo más importante, Francisco —respondió sabiamente Danilo. Me dio una palmada en la espalda y me entregó una tarjeta diciéndome: Ahí está mi número de teléfono, si necesitas de mí, no dudes en llamarme. Recuerda que los magos no podemos usar la magia para beneficiarnos, pero sí para ayudar a los demás.
—Muchas gracias, Danilo, pero no creo que puedas ayudarme. Creo que fui el único que colaboró contigo, no debes de tener mucho dinero…
–Así es, amigo. Pero no olvides que la magia de la Navidad está en nuestros corazones. Me tengo que ir, no dudes en llamarme…
Llegué a casa muy triste. Me sentía decepcionado. María estaba viendo la televisión.
—Creo que no nos van a regalar nada, hermano —me dijo—. Su voz me partía el alma.
—¿Por qué dices eso? —Pregunté.
—Mira el árbol, está vacío.
–Ay, hermanita… —no sabía qué decir—. Papa Noel llegará en la noche, ya verás, y te traerá muchos juguetes. Te lo prometo.
—Me prometiste una muñeca Barbie y no está —mi hermanita me señaló el pedestal del árbol. Las lucecitas que lo adornaban estaban encendidas y emanaban una melodía odiosa—. No me prometas nada, Francisco. Las promesas navideñas nunca se deben de romper.
—Lo sé, María.
Las horas transcurrían. Salí a dar una vuelta por las calles. Planeé robar la juguetería. Sabía que no me atrevería. Estaba harto de no conseguir nada, de ser un perdedor, de entretenerme ilusamente. Realmente me sentía frustrado. No tenía con quien hablar… Se me ocurrió llamar a Danilo. Regresé a casa en busca de su tarjeta. La había tirado en mi velador, ni siquiera la había ojeado. Al encontrarla me llevé una sorpresa. La tarjeta rezaba: ¡FELIZ NAVIDAD, FRANCISCO! ABRE LA MOCHILA. Maldije a Danilo, lo buscaría para molerlo a golpes por la broma pesada… Mi corazón latía rápidamente, estaba aceleradísimo. Era como un sapo ahogándose en una caja, pugnando por salir, saltando como un loco. Confié en la magia. Abrí la mochila y encontré juguetes dentro. No podía ser cierto. Los saqué uno por uno. Tacitas, juegos de cocina, y una muñeca Barbie, la misma que le había prometido a María. Grité como un loco.
—¿Qué pasa, Francisco? —Preguntó mi hermanita.
—Nada, María. Es la emoción que siento por la magia de la Navidad.
PALOMINO.