jueves, 24 de diciembre de 2009

La promesa

Una promesa de Navidad nunca se rompe. Dicho enunciado acaparó mis pensamientos. Por más que intenté zafarme de él, terminó derrotándome y transformándome en las antípodas de la personalidad de “El Grinch”. Me contagié de la fiebre navideña. Los síntomas: una fuerte dependencia de panetón y de chocolate caliente. Feroz consumismo. Filantropía. Jamás imaginé que dejaría mi dispatía. Debí estar poco alumbrado, todavía me cuesta entender qué fue lo que pasó por mi mente en aquel momento en el que dije: está bien, hermanita, te compraré esa muñeca Barbie. Fue en vísperas a la Nochebuena, mientras caminábamos por la juguetería de un centro comercial.

—¿De verdad? —Me preguntó María.

—Sí, te prometo que te la regalaré —le respondí, sintiéndome orgulloso de mis palabras.

—Una promesa de navidad nunca se rompe —me dijo mi hermanita y me miró con sus ojos grandes y melancólicos. Buscaba comprometerme aún más, lo sé.

—Sepáreme esa Barbie, señor —le ordené al vendedor, señalándole una caja rosada que atrapaba a una muñeca rubia y escuálida—. La llevaré mañana.

—Está bien, joven —me respondió—. ¿Dejará algún adelanto?

—No, mañana mismo la pagaré. Puede ir envolviéndola, porque la llevaré de todas maneras.

Sabía que no le compraría nada, que no cumpliría mi promesa. Sabía que era un fanfarrón. Caminamos de regreso a casa. No sé en qué andaba pensando María, andaba distraída, como siempre. Yo, por mi parte, estaba arrepintiéndome. El egoísmo se apoderaba de mí, y junto con la desidia, conspiraba en contra de mi buena voluntad. Tenía algunas monedas en el bolsillo, pero ya estaban destinadas para otra cosa. Esa noche me emborraché con mis amigos. Gasté todo el dinero. Divagando, algo alcoholizado, reproduje la imagen de un árbol de navidad vacío, sin regalos. Al llegar a casa y desvanecerme en el sillón de la sala, contemplé el arbolito que había armado mi mamá. Tristemente adornado y con la base descubierta, sin cajas envueltas en papeles coloridos, sin lazos a la vista. Era la representación de la pobreza. Lo contemplé con una inundación en mis ojos. Imaginé la pena que invadiría el corazón de mi hermana al llegar la Nochebuena y no encontrar presente alguno para ella. NO PODÍA DEJAR QUE ESO OCURRA. La navidad era de los niños, y mi hermana tenía que tener al menos un regalo para abrir. Si nadie le había comprado algo, yo sí lo haría. Sabía que mi papá andaba sin dinero por los gastos de mi universidad, que mamá había gastado en la ampliación de la casa. El peso recaía sobre mí. Ya no era ningún niño, tenía 18 años y podía trabajar. Pero me consideraba un chico ingenioso. El trabajo no era para mí. Pude haber utilizado mis habilidades para hurtar la muñeca de la juguetería. Pero aquella madrugada decidí abandonarme en la caridad de los católicos. Fue una idea genial. No dormí porque faltaba poco para el amanecer. Salí en busca de algunos accesorios. Conseguí un bastón blanco y unas gafas de lunas negras (no pregunten cómo). Me bañé y me vestí con un polo viejo, con el que solía ir a los conciertos de Punk, también con un pantalón desteñido. Usé ojotas. Busqué la taza de plástico más fea y la puse dentro de mi mochila. Faltaba lo último: la creación del cartel que colgaría sobre mi pecho. Utilicé cartón. Escribí: SOY CIEGO, POR FAVOR COLABORA. ME DA VERGÜENZA. ME QUIERO MORIR. No fallaría, era el mensaje perfecto. Ablandaría el corazón del tipo más duro. No podía lograr mi cometido en alguna parroquia aledaña a mi casa. Sería pillado por algún familiar mío, de seguro. Tenía que irme lejos. Elegí el centro de Lima. Me paré fuera de La Catedral y me recosté en una de sus paredes. Acomodé la taza frente a mis pies. Para hacer más fehaciente mi “ceguera”, me había puesto un algodón en el ojo derecho. La misa había terminado y el murmullo típico de los católicos a la salida de la Iglesia comenzaba. Monedas empezaban a sonar. Bajé la cabeza para observar el motín. Se veía interesante. Empecé a pensar en lo que podría comprar. También, empecé a pensar que era un gran trabajo. Pero corté de un hachazo tales pensamientos estúpidos y recordé las palabras de María: una promesa de navidad… Un joven se paró delante mío y me preguntó mi nombre. Me llamo Juan, le mentí. ¿Eres un ciego de verdad?... Apuesto a que no, ¡atrápame! El sujeto rápidamente se puso a horcajadas y recogió la taza con las monedas. Antes de que yo pudiera reaccionar, emprendió la fuga. Me quité las gafas y el algodón. Cogí mi mochila y empecé a perseguirlo con el bastón en la mano. Corrí como un demente. No se me podía escapar. Me había robado. Lo agarraría a bastonazos. Las personas miraban desconcertadas. Debe haber sido muy gracioso ver a un joven con un cartel en el pecho –que rezaba: ayuda, soy ciego– corriendo y esquivando a las personas con suma lucidez. Saqué fuerzas y aguanté el trajín porque pensaba en María. Aun así, no logré capturarlo. Lo perdí de vista. Miré al cielo y pedí clemencia. Mi plan había fallado. Me subí a un micro y me senté en el último asiento. Un mago hacía su show en la parte delantera. Solamente tenía 2 soles en el bolsillo. Uno era para mi pasaje. El otro se lo terminé entregando a él. Al rato, me di cuenta de que había tomado el carro equivocado. Bajé del bus y en el paradero me encontré con el mago.

—¿Colaboraste? —Me preguntó. Era un tipo menudo, con ropa vieja y rostro travieso. Su mirada transmitía simpatía—.

—Claro que sí. Te di un sol —le respondí—. ¿Dónde aprendiste los trucos?

—En Jirón de la Unión. Es raro que me preguntes eso, la mayoría quiere saber cómo hago la magia—.

—No haces magia, simplemente son trucos… —Le respondí crudamente—. Si hicieses magia de verdad no estarías vestido de esa manera.

—¿Estás molesto? —El gesto en su rostro era de compasión, como si lamentase la frustración que yo sentía—. No puedo usar la magia para mi propio beneficio, es un pacto entre magos. Cambia esa cara, amigo. Anímate, es Navidad.

—No puedo animarme, míranos —le dije— somos pobres, no tenemos un motivo por el que celebrar hoy.

No había sol en Lima. Era verano, pero empezó a garuar tenuemente. El cielo lloraba mi pena. Había clima navideño, la gente iba a prisa. Nadie quería llegar tarde, ni con las manos vacías a la medianoche. Los comerciantes ofertaban sus productos, embellecían todo.

—Claro que sí, celebraremos el nacimiento del niño Jesús —me respondió él.

—Si Jesús existiese, nada de… Olvídalo.

—Cuéntame, podría ayudarte. Te debo una, tú colaboraste conmigo, ¿recuerdas?... Me llamo Danilo —me estrechó su mano.

—No tengo qué regalarle a mi hermanita, le prometí una muñeca Barbie y no tengo dinero para comprársela —le correspondí el saludo y me presenté. Me llamo Francisco, le dije.

—Lo material no es lo más importante, Francisco —respondió sabiamente Danilo. Me dio una palmada en la espalda y me entregó una tarjeta diciéndome: Ahí está mi número de teléfono, si necesitas de mí, no dudes en llamarme. Recuerda que los magos no podemos usar la magia para beneficiarnos, pero sí para ayudar a los demás.

—Muchas gracias, Danilo, pero no creo que puedas ayudarme. Creo que fui el único que colaboró contigo, no debes de tener mucho dinero…

–Así es, amigo. Pero no olvides que la magia de la Navidad está en nuestros corazones. Me tengo que ir, no dudes en llamarme…

Llegué a casa muy triste. Me sentía decepcionado. María estaba viendo la televisión.

—Creo que no nos van a regalar nada, hermano —me dijo—. Su voz me partía el alma.

—¿Por qué dices eso? —Pregunté.

—Mira el árbol, está vacío.

–Ay, hermanita… —no sabía qué decir—. Papa Noel llegará en la noche, ya verás, y te traerá muchos juguetes. Te lo prometo.

—Me prometiste una muñeca Barbie y no está —mi hermanita me señaló el pedestal del árbol. Las lucecitas que lo adornaban estaban encendidas y emanaban una melodía odiosa—. No me prometas nada, Francisco. Las promesas navideñas nunca se deben de romper.

—Lo sé, María.

Las horas transcurrían. Salí a dar una vuelta por las calles. Planeé robar la juguetería. Sabía que no me atrevería. Estaba harto de no conseguir nada, de ser un perdedor, de entretenerme ilusamente. Realmente me sentía frustrado. No tenía con quien hablar… Se me ocurrió llamar a Danilo. Regresé a casa en busca de su tarjeta. La había tirado en mi velador, ni siquiera la había ojeado. Al encontrarla me llevé una sorpresa. La tarjeta rezaba: ¡FELIZ NAVIDAD, FRANCISCO! ABRE LA MOCHILA. Maldije a Danilo, lo buscaría para molerlo a golpes por la broma pesada… Mi corazón latía rápidamente, estaba aceleradísimo. Era como un sapo ahogándose en una caja, pugnando por salir, saltando como un loco. Confié en la magia. Abrí la mochila y encontré juguetes dentro. No podía ser cierto. Los saqué uno por uno. Tacitas, juegos de cocina, y una muñeca Barbie, la misma que le había prometido a María. Grité como un loco.

—¿Qué pasa, Francisco? —Preguntó mi hermanita.

—Nada, María. Es la emoción que siento por la magia de la Navidad.

PALOMINO.

Mi regalo de Navidad



Camino intranquilo, de lado a lado, esquivando a Milo, mi perro, cada vez que es necesario. Miro el árbol de navidad y las luces que iluminan tenuemente la casa. He esperado que llame Kristina, una de mis mejores amigas, pues he preparado una emboscada perfecta: casa deshabitada, una vitrina llena de whisky y, como si fuese poco, me he bañado. Si el whisky conspira conmigo, Kristina no tiene salvación…


Cuando el timbre suena, no veo desde mi ventana porque sé que es ella. Bajo por las escaleras que crujen cada año más fuerte y, como si no estuviese apresurado, abro lentamente la puerta, viendo a mi presa enfundada en un vestido celeste. El cuerpo de Kristina parece burlarse del mío, marcando un contraste que hace que, por momentos, vea inalcanzable la posibilidad de acostarme con ella.


—No me vas a invitar a pasar —dice, adelantando la pierna derecha y dándome un beso en la mejilla—. Tengo frío.


—Claro, pasa —le digo, susurrando groserías que no llega a escuchar—. ¿Quieres que te preste una casaca?


—No, gracias, así estoy bien.


Subimos hacia el segundo piso, lentamente, fingiendo que escucho el último chisme perverso. Cuando llegamos a la sala, me doy cuenta de que Milo ha embestido el árbol de navidad, dejando las bolas de adorno regadas por toda la casa.


—Qué lindo perrito —dice Kristina, agachándose—. Botó el árbol, qué lindo.


—¿Qué carajo tiene de lindo? —me pregunto, bajando la voz.


—¿Dijiste algo? —Pregunta Kristina, levantándose.


—Olvidé mi regalo —digo, salvando el momento—. Espérame dos minutos.


Cuando subo al tercer piso, me doy cuenta del único obstáculo que puede arruinarme la noche: “Ese perro de mierda va a cagarla toda”. Busco mi caja de profilácticos y bajo de nuevo, pensando en una estrategia que me permita acostarme con Kristina sin tener que doparla. Antes de llegar al segundo piso, escucho la voz de Kristina: “¡Diego, tengo frío!”. Bajo y la miro en el mueble más grande, quitándose los zapatos.


—No creo que tengas tanto frío —le digo, sentándome al lado.


—Sí tengo —dice, estirándose como si fuese un gato—. Ven, abrázame.


De repente, empiezo a besarla y a decepcionarme de lo fácil que parece todo, pero no digo nada, me limito a esperar que no me detenga.


—Pensé que subiste porque olvidaste mi regalo —dice, coqueteando.


—Recién empieza —afirmo, seriamente.


Cuando empiezo a besarle el cuello, Kristina me detiene, temerosa, debo suponer, de que no pueda retroceder.


—¿Qué pasa? —Pregunto, alejándome.


—Diego, ¿tú me quieres? —pregunta, acercándose.


Empiezo a desanimarme. Y, entonces, enfrento el peor de los dilemas: me acuesto con ella y encuentro la manera de desaparecer de su vida para siempre o, simplemente, le digo que se tiene que ir porque tengo diarrea, hecho que la alejaría de mí voluntariamente.


—Claro —respondo, inseguro de lo que estoy haciendo—. ¿Cómo no puedo quererte? Eres especial para mí.


Kristina me cree. Siento que soy un embustero, pero uno que copula seguido. La llevo de la mano hacia mi cuarto y nos damos cuenta de que, con sinceridad o sin ella, es demasiado tarde para los dos.


Entramos al cuarto de mis padres, pues me di cuenta de que Milo había defecado en mi cama. Al entrar, volteo las fotos de mis padres y la de Luis, mi hermano menor.


Me quedo quieto, observando su belleza deslumbrante, impresionado por lo fácil que ha sido todo, pero con miedo. La tomo suavemente de la cintura y ella se recuesta en la cama, lentamente, mirándome a los ojos, y pienso: “Se está enamorando de mí”. Pero no me detengo, busco su cuello y empiezo a besarlo. Siento gemidos débiles que me indican que tengo que estimularla mejor. Cuando mi cuerpo se acostumbra al suyo, empiezo a creer —llámenme idiota si lo desean— que valió la pena mentirle. Ella se recuesta en la cama y yo coloco sus piernas en mi hombro. Empiezo a besar suavemente detrás de sus rodillas, oyéndola gemir de nuevo. Luego, bajando un poco más, empiezo a acariciar la parte inferior de los muslos, besándola tranquilamente, excitándome con cada respiración arrítmica de Kristina. Mi boca se pasea lentamente en su abdomen, buscando la zona más sensible, estando atento a la respiración de mi amante, buscando conocer mejor su cuerpo. Después de expugnar su abdomen con mi lengua, me adelanto y la beso, sin darme cuenta de que estamos transpirando demasiado. Le doy vuelta, haciéndola vulnerable a cualquier perversión mía. Ella acepta, a sabiendas de que se está arriesgando demasiado. Recorro suavemente su espalda, bajando desde la nunca hasta la entrada de sus glúteos, rozando a penas su columna vertebral con mis labios. Le doy vuelta de nuevo y busco su cuello. Uso mis pulgares para frotar la palma de sus manos, pero mi boca no ha abandona su cuello. Suelto sus manos y desabrocho su sostén, dejando al descubierto sus pezones erectos. Los beso suavemente y me doy con la sorpresa de que Kristina me ha dado la vuelta, dejándome boca arriba y con ella acorralándome. Me besa el abdomen mientras me quita la correa. Me quita el pantalón, encontrándose con mi sexo, lo desaparece en su boca y veo como la novata me da lecciones de felación avanzada. Intento sujetarle la cabeza, pero ella quita mi mano rápidamente, diciéndome en ese movimiento impetuoso que ella es la que manda en este tipo de situaciones. Veo como Kristina me ensaliva el glande y el frenillo con la profesionalidad que no veía hace mucho. La veo riéndose, burlándose de lo dócil que me veo disfrutando del momento. Parece conocerme demasiado, sabe que ya es tarde y que tenemos un trabajo pendiente. Se adelante, buscando mis labios. Tiene las rodillas al lado de mis mulos, usando su mano izquierda para colocar mi sexo su clítoris; luego, se deja caer lentamente. Usos mis brazos para enredar su espalda, trayéndola hacia mí. Empiezo a moverme lentamente; luego, paulatinamente, los disfrutamos más. Mis esfuerzos y sus gemidos se mezclan en ruidos insoportables para Milo, que ha empezado a rascar la puerta del cuarto de mis padres.


—Lo sabía —le digo, sin dejar de moverme—. Ese perro la iba a cagar.


—No te detengas —dice Kristina, con los ojos cerrados—. Sólo un poco más.


Cuando eyaculo dentro, me doy cuenta de que no he usado ningún preservativo. Pero esa estupidez efímera que dura hasta que terminas de copular hizo que no me interesara en lo más mínimo. Ella se da cuenta y me abraza con fuerza. Después, sale de encima y usa las sábanas para limpiar mi sexo, dejándolo listo para estimularlo nuevamente. De pronto, el timbre suena.


—Puta madre, puta madre —repito, asustado—. Si son mis viejos, estoy muerto.


—¿Tus padres? —Pregunta Kristina, riéndose—. Pensé que estabas solo.


—¿De qué chucha te ríes, ah? —la increpo, temerariamente—. Si son mis viejos, tú también estás muerta. Ayúdame a desaparecer estas sábanas.


Milo empieza a ladrar con fuerza, rascando la puerta.


—¿Qué hacemos, chata, dime? —Pregunto, asustado.


—No sé, no hablo con personas que me tratan mal —dice, cruzando los brazos.


—Puta madre —grito, poniéndome el pantalón, y añado—: Perdóname, mi amor. Ven, ven, ven para acá.


Kristina recoge sus prendas y me sigue. Abro la puerta del cuarto y Milo salta encima de nosotros, como si quisiera jugar. De pronto, escucho la voz de mi padre: “Diego, ya llegamos, ¿dónde estás?”. Entro al baño con Kristina y terminamos de vestirnos; luego, respondo: “Acá, viejo, viendo fútbol”. Kristina se ríe como si no fuese peligroso lo que está pasándonos.


—No sé qué mierda te da tanta risa, cojuda —la increpo, buscando la manera de botar a Kristina sin que mis padres se enteren de que estuvo acá—. Estoy nervioso, ¿puedes ponerte los zapatos, por favor?


—Están abajo, mi amor, en la sala —dice, riéndose—. ¿Recuerdas que tenía frío y me los quité?


Me convenzo de que hoy es mi funeral, así que me siento en el inodoro y dejo de pensar. Kristina deja de reírse y me dice:


—Oye, no seas estúpido, no es tan difícil.


—¿De qué hablas? —Pregunto, sin esperanzas


—Sólo tenemos que sacar a tus viejos de la sala.


—Sácalos, entonces.


—Si me ayudas, yo tengo una idea —dice, tranquilamente.


Kristina sale del baño y entra al cuarto de mis padres. Yo, asustado, la persigo.


—¿Qué crees que haces? —Pregunto, intranquilo—. Vámonos de acá.


—Busco mi celular, inútil, déjame tranquila —dice, mirando por debajo de la cama.


—¿Qué quieres hacer?


—Llamaré, supuestamente, del colegio de tus viejos y les diré que tu hermano ha sufrido un accidente.


—No jodas, loca de mierda, ¿estás drogada?


—¿Se te ocurre algo mejor? —Pregunta, recogiendo su celular.


—Pues, no.


—Cállate —dice, marcando el número de mi padre.


—¿Hola, señor Fernández? —Pregunta Kristina, distorsionando la voz.


— Sí, ¿con quién hablo? —Pregunta mi padre.


—No quiero que se alarme, señor. Llamamos del colegio San Agustín para decirle que Luis, su hijo, ha sufrido un accidente leve.


—¿Cómo dijiste? —Pregunta mi padre, alarmándose.


—Sucede que su hijo es demasiado hiperactivo, y parece que, jugando con su patineta, se estrelló con un automóvil que venía lentamente. No es nada grave, señor.


—Yo no pago un seguro carísimo para que me digan que mi hijo es hiperactivo, carajo, ¿qué clase de colegio es ese? —se alarma mi padre.


—¿Va a venir a recogerlo? —Pregunta Kristina, desactivando el altavoz—. Está preguntando por su hermano mayor.


—¿Qué mierda haces, huevona? —Preguntó, nervioso de no saber qué idea tiene.


De pronto, escucho la voz sollozante de mi padre: “Hijo, ven, ven a acompañarnos. Tenemos que recoger a tu hermano”. Antes de bajar, Kristina me dice:


—Cuando vuelvas, yo ya me abre ido. Adiós, amor, suerte con lo de tu hermano —dice, guiñándome un ojo.


Salgo con mis padres a recoger a Luis. No pasó mucho tiempo para que mi padre se enterara de que todo era mentira. Entonces, con más cólera, pero más tranquilo, me dijo: “Voy a averiguar quién fue la hija de puta que bromeó con algo así”. Llegamos a la casa y, desesperadamente, busqué los zapatos de Kristina. Me quedé tranquilo cuando me di cuenta de que no estaban. Entonces, subí a mi cuarto y vi, al lado del pedazo de mierda que había dejado Milo, una carta que decía: “Hola, mi amor, ¿ves que no tenías por qué preocuparte? Todo está bien. Yo lo haría todo por ti. Me alegra que tú sientas lo mismo. Eres tan lindo. Es por eso que quiero que nuestro hijo se parezca a ti. ¿Lo tendremos ahora? Huy, el tiempo lo dirá todo. Adiós… Kristina”.

Panunzio.

martes, 22 de diciembre de 2009

Una voz me dijo...



  • Cállate, no digas nada. Debiera darte vergüenza creer que sabes hablar. ¿Acaso no sabes que la mejor forma de comunicar es no decir nada?

  • No duermas aquí, hazlo en otro lugar. ¿Sabes cuántas personas creyeron que no podían soñar y murieron sin saber que era gratis?

  • Si tu novia te engaña, no te des por enterado. Haz que te dé la última mamada peniana. ¿Sabes cuánto te costará después? Sé previsor.

  • Si eres tú el que quiere acabar con la relación de pareja, no le hables de la monotonía. Limítate a rascarte el culo. Nunca falla.

  • Si quieres copular con una monja, no la obligues a colgar los hábitos. Limítate a remangárselos.

  • Aléjate de los templos, son peligrosos. No puedo fundamentar mi teoría, pero recuerda que ellos tampoco. Además, si Dios existe, te perdonará. Él siempre tan bondadoso.

  • Jamás hagas el amor, es peligroso. Intenta hacer el placer (la diferencia está en el oportuno profiláctico).

  • Ten en cuenta que civilizarse es un acto hipócrita. Si fueses sincero, defecarías en la calle.

  • Vive como un perro: defeca, come, copula y lame lo que tengas que lamer cuando te dé la gana.

  • Recuerda que la mejor manera de medir tu sinceridad es contar con relativa exactitud las veces que lanzaste nocivos pedos en público.

  • Jamás le digas imbécil al imbécil. Deja que él se dé cuenta solo. Es más humillante. Si ese imbécil te jode alegando que eres imbécil, haz que escriba esa palabra. Seguramente, se olvidará de la tilde y dirá que se olvidó de colocar acento. En ese caso, dile que el acento no es tilde y viceversa. En poco tiempo, sabrá que es imbécil y se sentirá como tal.

  • Recuerda que sólo es posible fornicar fuera del matrimonio. Perdónenme los neófitos, pero así lo establece La Real Academia de España.

  • Que nadie te dicte leyes para vivir. Las personas que no han muerto no tienen autoridad truculenta para enseñarte a caminar.

  • Siente lo que quieras sentir, no lo que otras personas quieren que sientas. La vergüenza ajena no existe, sólo existe la vergüenza que guardas por obligarte a sentirte así.

  • Escribe “yo y tú”. ¿Quién fue el imbécil que te dijo que el burro iba delante? Valórate más. Tú vas siempre delante.

  • Intenta difundir estas ideas.

Hasta la próxima, Loquito.


Panunzio.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Porque me quiero



Perdí el rumbo. No sé a donde voy, pero tampoco me interesa. Sigo la ruta desconocida. Convencido de que todo se vende, empecé a creerme y sentirme dueño de un supermercado de sentimientos. Oferté la pena, por considerarla potencial perjuicio para el buen desarrollo de la empresa. Intenté intercambiar mi amor, precario y rebelde, por uno femenino y delicado, confiable y duradero pero… las interesadas –también hubieron interesados– en el trueque, intentaron imponerme condiciones: cláusulas que ponían en riesgo mi libertad. No acepté ninguna. Cerré la fábrica. La cerré porque no sabía lo que quería, también porque me aburrí. Jugué a amar y perdí por tramposo. Me escondí en la mentira y, luego de una búsqueda implacable, fui descubierto. Ahogaron mi grito de “¡ampay, me salvo!”. Descubrí paulatinamente la verdad. Fui parte del montón, pero abrí los ojos y apreté los dientes, dejé de acariciar la fantasía y me autoexilié de la mediocridad. Comprobé que mis compañeros enfermos querían inyectarme el virus más letal, querían envenenarme, contagiarme su apatía, su única forma de rebeldía ante la sociedad. Yo no era como ellos, jamás lo fui. Estoy escapando del espejismo nefasto, estoy dejándome llevar por la verdad, porque quiero construir un camino nuevo, porque me quiero.

Palomino.